viernes, 14 de junio de 2019

No volamos porque sí, volamos porque el cielo es nuestro hogar. Volamos porque nuestra soledad es nuestra guía, no tenemos rumbo fijo, las distancias no existen, porque las fronteras y los límites sólo son una excusa para aprender geografía. Volamos lejos y cada vez más alto, no existe destino alguno. Porque nuestras vidas están llenas de aventuras, aventuras que no tienen fin alguno. En nuestra mente llevamos grabado los recuerdos del ayer y hoy. Sólo somos peregrinos, avanzamos en formación, cruzamos montañas y colinas, valles y ríos. 
El cielo es infinito en su contenido, atravesamos las estrellas... Y volábamos tan alto, porque cuanto más alto se vuela más desaparece el dolor. Cruzábamos la penumbra, dormíamos sobre las nubes, dormíamos con los motores encendidos, dormíamos con el viento atravesando nuestras alas. 
Los años pasaban lentamente, todo era más disfrutable. Volábamos tan alto que, cuando observábamos desde arriba para contemplar la Tierra, las personas se asimilaban más a pequeñas luces blancas y otras veces amarillas. Las ciudades no eran más que manchas grises que emitían luces de distintos colores. Las aguas de los mares se transformaban durante la noche en un espejo oscuro viviente. De día, se ponía de color anaranjado-azulado, y luego su color era dorado. Escribíamos en nuestros viracochas las innumerables historias de aventuras. Sólo somos almas que volaban cada vez más, grandes alturas éramos de recorrer. Y volábamos tan alto hasta alcanzar la gloria, a veces tocábamos las estrellas con nuestras manos, recorríamos mundos distintos a este, donde el cielo es azul oscuro.  

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